“Maestro,
haz que pueda ver".
Fueron a Jericó. Y al salir de Jericó con sus discípulos y
mucha gente, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado
junto al camino. Al oír que pasa-ba Jesús el nazareno comenzó a gritar:
«¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». La gente le re-prendía para que
se callase, pero él gritaba con más fuerza: «¡Hijo de David, ten compasión de
mí!». Jesús se detuvo y dijo: «¡Llamadlo!». Y llamaron al ciego diciéndole:
«¡Ánimo! Levántate, que te llama». Él, tirando su manto, saltó y se acercó a
Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego respondió:
«Maestro, que vuelva a ver». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado».
Inmediatamente recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino.
Allí donde Pedro con los Zebedeos y los Doce han
fracasado, ha encontrado Marcos un testigo mesiánico que sabe dejarlo todo y
seguir a Jesús, con ojos nuevos. “Desnudo” se acercó a Jesús, pues dejó todo:
su puesto de trabajo, sus limosnas y su manto. Se acercó “desnudo”, sin nada
(“arrojó el manto, su única posesión, que le servía de asiento de día y de
manta para cubrirse de noche”), al lugar donde estaba Jesús. El rico no había
tenido valor de dejarlo todo, pues tenía demasiado. Este, en cambio, que tiene
muy poco, ha dejado lo poco que tenía para venir así, desnudo de manto, hasta
Jesús, y para seguirlo después, sin posesión alguna, en el camino.
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