LA MIRADA DE LA FE. VOLVER A LA CASILLA DE SALIDA. RAMON BOGAS

 Hay un orgullo bueno y otro malo. El bueno es el que te hace sentirte orgulloso, por ejemplo, de tu hijo, de un logro alcanzado. Hay que alegrarse, sin duda, de cuando has sido capaz de hacer algo que merece la pena. Es lo que se denomina una sana autoestima, tan valorada por los psicólogos. Pero hay un orgullo malo que es el que, subido al pedestal, te hace despreciar a los que aparentemente van detrás. Seguro que nadie levantará la mano cuando pregunten dónde están los orgullosos, pero muy dentro de nosotros hay un diablillo que te dice: “Soy el que mejor cocina, la mejor madre, el más listo…” y “Mira esta que desastre, mira aquel que no sabe organizarse…”. Sin ser muy conscientes, esta es la mirada ciega que te hace despreciar a los demás.


Santa Teresa decía que la humildad es “andar en la verdad”. Y es que no hay que minusvalorarse. Todos tenemos talentos y fortalezas que son un regalo. Pero hay que reconocer con sencillez quien es uno. Con sus límites y potencialidades, sus defectos y sus dones. Es muy sano admitir que hay asignaturas pendientes y que tenemos mucho camino por mejorar.

Recuerdo que, en el juego de la Oca, había una casilla que se llamaba la muerte. Cuando caías en ella, tenías que comenzar desde el principio otra vez. Y eso nos pasa en la vida personal y espiritual. Cuando creas que has llegado a la meta, que ya lo sabes todo, que no tienes nada más que aprender y mejorar, entonces será el preciso momento de empezar otra vez el aprendizaje. Dicen que el “Santo” tiene que volver a la casilla de salida cuando se cree serlo.

Y es que NO ESTAMOS TERMINADOS. Siempre hay margen de mejora, capacidad de cambio, tiempo para crecer. Y eso, solo lo hacen los que se sienten pequeños. Jesús lo contaba de una manera muy clara: Dos hombres subieron al templo. El fariseo orgulloso, erguido pensaba: “menos mal que nos soy como aquel publicano. Yo lo hago todo bien”. Y el publicano manteniéndose a distancia, no se atrevía siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador! Y el Maestro concluye: “Este volvió a su casa justificado, pero no el primero” (Lc 18,14).

Así que ahora, Señor, me bajo del pedestal y te rezo: “Pensaba que podía todo, que yo me bastaba, que siempre acertaba, que en cada momento vivía a tu modo y me salvaba. Hasta que un buen día tropecé en el barro, caí de mi altura y me sentí pequeño. Y ahí descubrí la celda donde estaba aislado. Me supe encerrado en el laberinto de la altanería. Ese día mi oración cambió y solo acerté a decir: “Ten piedad de mí, Señor, que soy un pobre pecador”.

Ramón Bogas Crespo

Director de la oficina de comunicación del obispado de Almería

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